Nunca he visto mujer más hermosa que
Maria Luisa. Poder observarla seis horas diarias, cinco días a la semana,
durante tres años, fue el mejor regalo que me pudo dar la vida. Otro regalo de
la vida: que ella se ubicara en el pupitre diagonal al mío los tres años que
fue mi compañera de clases en el colegio. Desde mi posición, la podía contemplar
en todo su esplendor. Primero, su cabello negro, lacio, que cubría sus hombros
y le llegaba hasta la cintura. Los días de calor se lo recogía y dejaba ver el
reloj de arena que tenía tatuado en su nuca. Su rostro era fino, sus labios
carnosos y sus ojos azules, que se oscurecían según como se les mirara. Sus
pómulos se enrojecían cuando se reía, o cuando se agitaba, o cuando salía al
pizarrón, y sus pómulos rojos significaban el aumento de los latidos de mi corazón.
No quiero, sin embargo, que se me
confunda: no estaba enamorado de Maria Luisa. Nunca lo estuve. Lo que ella me
despertaba era el más instintivo deseo de estar a su lado, de poseerla, de ver
sus pómulos rojos bajo mi cara sudorosa en un vaivén incesante. Eso era y nada
más. No me importaban sus problemas familiares, ni si reprobaba los exámenes o,
al contrario, los aprobaba. Nunca me interesó saber si era hija única o si
tenía hermanos sobreprotectores. Lo único a lo que le prestaba atención era a sus
piernas morenas que dejaba ver bajo la falda del colegio, y sus muslos carnudos
que se dejaban contemplar cuando hacía un mal movimiento al sentarse, o a cómo
rebotaban sus senos cuando saltaba en clase de gimnasia.
Nunca me acerqué a ella en los tres
años de la escuela, ni le dirigí la palabra, hasta el último día de clases. El
sábado era el baile de graduación y le pedí que fuera conmigo. La seguí hasta
la entrada del colegio y me acerqué por la espalda, mientras caminaba junto a
dos de sus amigas.
—Maria Luisa —le dije.
—Hola —respondió mientras intentaba
recordar mi nombre—. ¿Lucas? —yo asentí.
Sus amigas se quedaron junto a ella, en
espera de lo que tenía para decirle. Mientras yo tomaba valor para proponerle
que fuera al baile conmigo, Raúl interrumpió y le dijo que la extrañaría, luego
llegó Ángel y la abrazó, luego Paola le hizo prometer que seguirían en contacto
y así todos nuestros compañeros se despidieron de ella, mientras yo esperaba
con paciencia poder hablarle. Quizá no fue el mejor momento para proponérselo.
Entre el bullicio de los estudiantes y las miradas burlonas de mis compañeros
que me veían nervioso frente a Maria Luisa, le pedí que fuera mi pareja para el
baile. «¡Ja, ja!», se rio. «Lo siento, Lucas, pero iré con Ángel». Dicho esto,
se fue con sus amigas mientras reía y miraba hacia atrás, hacia mí.
No es que no me importara, pero no me
lo tomé de manera personal. Hoy que lo pienso, se me hace muy claro: ¿qué otra reacción
podría esperar si, luego de tres años de desearla en silencio, me aparecía para
pedirle que fuera mi pareja de baile? Era obvio que me iba a tratar así, era
obvio que sus amigas se burlarían de mí y que los muchachos del colegio se reirían
ante mi intento de mirarla a los ojos. Lo sé, fui un idiota, pero no podía
hacer más. Era el último día de clases y por alguna razón creí que era la
última oportunidad de estar con ella. Era un muchacho ingenuo al que le tocó
madurar de repente. Decidí que ella no quería herirme, ¿por qué querría
hacerlo? Apenas me conocía y si se había burlado, lo había hecho por una
situación que ameritaba la burla. Ella era una buena persona y sabía que, si le
explicaba bien lo que ocurría, si lograba razonar con ella, le haría ver que lo
mejor era que estuviera conmigo, así fuera una sola vez.
No fui al baile de graduación, sino que
la esperé en la entrada de su casa a que regresara. Era muy tarde en la noche,
no sabría decir la hora, pero todas las casas ya estaban con las luces apagadas,
todos dormidos, y lo único que se veía en la calle eran los tenues destellos
del alumbrado público. Cuando Maria Luisa llegó, estaba brisando. Se bajó de un
taxi que aceleró apenas pagó. Caminó por el corto sendero que llevaba hasta su
casa, en el que yo la esperaba detrás de un árbol, y en el que ella se sostuvo
en un intento de vomitar. Su vestido estaba manchado y su corpiño abajo asomaba
parte de su seno. No quería asustarla, así que me acerqué a ella y le susurré su
nombre desde lejos. Ella volteó y me preguntó qué hacía ahí. «Quería hablar
contigo», respondí. Maria Luisa intentó caminar hacia mí, pero el suave viento
la empujó hacia atrás y el movimiento de la tierra la mareó. Se sentó en el
tronco del árbol y yo, junto a ella. Sus movimientos eran bruscos y sus gestos
exagerados.
—Me gustas mucho —le dije. Esperé
alguna reacción de su parte, pero no ocurrió, así que continué—. Me gustaste
desde que te vi el primer día, cuando llegaste con tus jeans y tu blusa rosa,
desde que te presentaste a la clase y el profesor te ubicó diagonal a mi
pupitre.
—Eres raro —respondió. Tomó aire, y
continuó—. Yo tengo novio, Lucas. Así quisiera, no tendría nada contigo.
—No me malinterpretes. No quiero ser tu
novio. Te deseo mucho y sólo eso. Lo que siento por ti es el mismo sentimiento
que tiene un niño cuando desea un juguete, pero que cuando lo tiene, lo
abandona con desánimo. Yo soy ese niño que sólo quiere el juguete para usarlo
una vez.
A Maria Luisa le causó gracia y me dio
un suave beso. Sé que habrá alguien que no me crea, pero juro que así pasó.
¿Qué razón tengo yo para engañarlos? Yo también me sorprendí, pero dadas las
circunstancias, creo que Maria Luisa creyó hacerme un regalo de graduación. Al
final se levantó y caminó hasta la puerta de su casa. «¡Maria Luisa!», le
grité. «No me refería a un beso cuando te dije que quería jugar con el
juguete». Su cara se tornó más seria, menos simpática y, como si el efecto del
alcohol se hubiera esfumado, me dijo sin titubear: «podrás jugar conmigo el día
en que el reloj marque las 25 horas».
Aunque no volvimos a vernos en mucho
tiempo, no perdí el rastro de Maria Luisa. Me enteré que había entrado a la
universidad y que se había comprometido con Ángel. Por mi parte, aunque seguí
con mi vida, nunca dejé de pensar en las últimas palabras que me dirigió
aquella noche. «El día en que el reloj marque las 25 horas». ¿Qué podría
significar? Era evidente que me había retado con un acertijo y que, cuando lo
resolviera, podría estar con ella. La cuestión, sin embargo, no era fácil. El
reloj, por una parte, era la forma de medir el tiempo, lo que podría significar
muchas cosas. La vejez, quizás. Las 25 horas en el reloj podrían significar los
25 años. ¿Acaso ella estaría conmigo cuando cumpliera esa edad? ¿O cuando yo la
cumpliera? De todos modos, no tenía ningún sentido. 25 no podía ser un número
aleatorio; menos en un reloj. El reloj puede marcar hasta las 24 horas, no
hasta las 25. ¿Qué significaba realmente esas 24 horas en un reloj? 24 horas
son un día, un día termina y empieza otro, en un eterno ciclo. Quizá me quiso
decir que, cuando acabara un ciclo, estaría conmigo: su etapa universitaria, su
relación con Ángel, no lo sé. Sin embargo, cuando se acaba un ciclo, inicia
otro, no continúa su numeración. Después del 24, viene el 1, no el 25. El 25 no
existe en un reloj, como las posibilidades de estar con ella. No, eso no podía
ser, no tenía sentido. Ese beso significó su comprensión, su «Lucas, te
entiendo, pero no puedo estar contigo así. Lucas, debes ganarte mi cuerpo,
debes ganarme a mí». Por eso me puso un acertijo, y nada más.
Maria Luisa me fascinaba, pero me di
por vencido con el problema. No fue una decisión que tomé a la ligera, sino que
le di muchas vueltas al asunto hasta saberme incapaz de resolver el acertijo
que me propuso. Fui a despedirme, a la distancia, igual como la observé tantos
años desde mi pupitre. Era un día caluroso de junio. Los más jóvenes andaban en
bermudas y camiseta, los demás, con ropa fresca y sombreros de verano. Yo me
senté en una banca e intenté leer un libro mientras esperaba a Maria Luisa para
mirarla por última vez. Hacía un año que no la veía y debo admitir que también
sentía curiosidad por cómo habría cambiado.
Esperé un rato sentado hasta que la vi.
Salió de su casa y le gritó a su hermanito, que jugaba con un balón en la
calle, para que entrara a comer. Todo ocurrió muy rápido. Vi sus piernas gruesas,
morenas, perfectamente contorneadas, al igual que todo su cuerpo, sus brazos
desnudos y su pecho escotado. Luego se dio la vuelta para regresar a casa con
su hermano y volví a ver el tatuaje del reloj de arena en su nuca. ¿Cómo lo
había podido olvidar y, luego, haberlo pasado por alto? Había leído sobre
ellos. Los griegos lo usaban para representar la vida. La vida dura lo que
tarda la arena en pasar de un lado a otro. Luego está la muerte. Claro. 24
horas son lo que dura el reloj de arena de la vida. ¡Ay, mi bella Maria Luisa!
Siempre con sus metáforas. No existe la hora 25 en el reloj porque el reloj es
vida; existe, sí, pero fuera de ella, en la muerte.
Maria Luisa dijo que, cuando el reloj
marcara las 25 horas, ella estaría conmigo. ¿Qué debía hacer? ¿Esperar que el
reloj marcara por sí solo la hora o, en cambio, darle cuerda para adelantarlo a
la hora deseada? Yo no tenía tanta paciencia, así que tomé el atajo. Al fin y
al cabo, ya lo dije, no estaba enamorado de Maria Luisa y poco me importaba lo
que le sucedía, excepto si podía estar o no sobre ella.