viernes, 25 de diciembre de 2020

«25 HORAS» de David Kolkrabe

 

Nunca he visto mujer más hermosa que Maria Luisa. Poder observarla seis horas diarias, cinco días a la semana, durante tres años, fue el mejor regalo que me pudo dar la vida. Otro regalo de la vida: que ella se ubicara en el pupitre diagonal al mío los tres años que fue mi compañera de clases en el colegio. Desde mi posición, la podía contemplar en todo su esplendor. Primero, su cabello negro, lacio, que cubría sus hombros y le llegaba hasta la cintura. Los días de calor se lo recogía y dejaba ver el reloj de arena que tenía tatuado en su nuca. Su rostro era fino, sus labios carnosos y sus ojos azules, que se oscurecían según como se les mirara. Sus pómulos se enrojecían cuando se reía, o cuando se agitaba, o cuando salía al pizarrón, y sus pómulos rojos significaban el aumento de los latidos de mi corazón.

No quiero, sin embargo, que se me confunda: no estaba enamorado de Maria Luisa. Nunca lo estuve. Lo que ella me despertaba era el más instintivo deseo de estar a su lado, de poseerla, de ver sus pómulos rojos bajo mi cara sudorosa en un vaivén incesante. Eso era y nada más. No me importaban sus problemas familiares, ni si reprobaba los exámenes o, al contrario, los aprobaba. Nunca me interesó saber si era hija única o si tenía hermanos sobreprotectores. Lo único a lo que le prestaba atención era a sus piernas morenas que dejaba ver bajo la falda del colegio, y sus muslos carnudos que se dejaban contemplar cuando hacía un mal movimiento al sentarse, o a cómo rebotaban sus senos cuando saltaba en clase de gimnasia.

Nunca me acerqué a ella en los tres años de la escuela, ni le dirigí la palabra, hasta el último día de clases. El sábado era el baile de graduación y le pedí que fuera conmigo. La seguí hasta la entrada del colegio y me acerqué por la espalda, mientras caminaba junto a dos de sus amigas.

—Maria Luisa —le dije.

—Hola —respondió mientras intentaba recordar mi nombre—. ¿Lucas? —yo asentí.

Sus amigas se quedaron junto a ella, en espera de lo que tenía para decirle. Mientras yo tomaba valor para proponerle que fuera al baile conmigo, Raúl interrumpió y le dijo que la extrañaría, luego llegó Ángel y la abrazó, luego Paola le hizo prometer que seguirían en contacto y así todos nuestros compañeros se despidieron de ella, mientras yo esperaba con paciencia poder hablarle. Quizá no fue el mejor momento para proponérselo. Entre el bullicio de los estudiantes y las miradas burlonas de mis compañeros que me veían nervioso frente a Maria Luisa, le pedí que fuera mi pareja para el baile. «¡Ja, ja!», se rio. «Lo siento, Lucas, pero iré con Ángel». Dicho esto, se fue con sus amigas mientras reía y miraba hacia atrás, hacia mí.

No es que no me importara, pero no me lo tomé de manera personal. Hoy que lo pienso, se me hace muy claro: ¿qué otra reacción podría esperar si, luego de tres años de desearla en silencio, me aparecía para pedirle que fuera mi pareja de baile? Era obvio que me iba a tratar así, era obvio que sus amigas se burlarían de mí y que los muchachos del colegio se reirían ante mi intento de mirarla a los ojos. Lo sé, fui un idiota, pero no podía hacer más. Era el último día de clases y por alguna razón creí que era la última oportunidad de estar con ella. Era un muchacho ingenuo al que le tocó madurar de repente. Decidí que ella no quería herirme, ¿por qué querría hacerlo? Apenas me conocía y si se había burlado, lo había hecho por una situación que ameritaba la burla. Ella era una buena persona y sabía que, si le explicaba bien lo que ocurría, si lograba razonar con ella, le haría ver que lo mejor era que estuviera conmigo, así fuera una sola vez.

No fui al baile de graduación, sino que la esperé en la entrada de su casa a que regresara. Era muy tarde en la noche, no sabría decir la hora, pero todas las casas ya estaban con las luces apagadas, todos dormidos, y lo único que se veía en la calle eran los tenues destellos del alumbrado público. Cuando Maria Luisa llegó, estaba brisando. Se bajó de un taxi que aceleró apenas pagó. Caminó por el corto sendero que llevaba hasta su casa, en el que yo la esperaba detrás de un árbol, y en el que ella se sostuvo en un intento de vomitar. Su vestido estaba manchado y su corpiño abajo asomaba parte de su seno. No quería asustarla, así que me acerqué a ella y le susurré su nombre desde lejos. Ella volteó y me preguntó qué hacía ahí. «Quería hablar contigo», respondí. Maria Luisa intentó caminar hacia mí, pero el suave viento la empujó hacia atrás y el movimiento de la tierra la mareó. Se sentó en el tronco del árbol y yo, junto a ella. Sus movimientos eran bruscos y sus gestos exagerados.

—Me gustas mucho —le dije. Esperé alguna reacción de su parte, pero no ocurrió, así que continué—. Me gustaste desde que te vi el primer día, cuando llegaste con tus jeans y tu blusa rosa, desde que te presentaste a la clase y el profesor te ubicó diagonal a mi pupitre.

—Eres raro —respondió. Tomó aire, y continuó—. Yo tengo novio, Lucas. Así quisiera, no tendría nada contigo.

—No me malinterpretes. No quiero ser tu novio. Te deseo mucho y sólo eso. Lo que siento por ti es el mismo sentimiento que tiene un niño cuando desea un juguete, pero que cuando lo tiene, lo abandona con desánimo. Yo soy ese niño que sólo quiere el juguete para usarlo una vez.

A Maria Luisa le causó gracia y me dio un suave beso. Sé que habrá alguien que no me crea, pero juro que así pasó. ¿Qué razón tengo yo para engañarlos? Yo también me sorprendí, pero dadas las circunstancias, creo que Maria Luisa creyó hacerme un regalo de graduación. Al final se levantó y caminó hasta la puerta de su casa. «¡Maria Luisa!», le grité. «No me refería a un beso cuando te dije que quería jugar con el juguete». Su cara se tornó más seria, menos simpática y, como si el efecto del alcohol se hubiera esfumado, me dijo sin titubear: «podrás jugar conmigo el día en que el reloj marque las 25 horas».

Aunque no volvimos a vernos en mucho tiempo, no perdí el rastro de Maria Luisa. Me enteré que había entrado a la universidad y que se había comprometido con Ángel. Por mi parte, aunque seguí con mi vida, nunca dejé de pensar en las últimas palabras que me dirigió aquella noche. «El día en que el reloj marque las 25 horas». ¿Qué podría significar? Era evidente que me había retado con un acertijo y que, cuando lo resolviera, podría estar con ella. La cuestión, sin embargo, no era fácil. El reloj, por una parte, era la forma de medir el tiempo, lo que podría significar muchas cosas. La vejez, quizás. Las 25 horas en el reloj podrían significar los 25 años. ¿Acaso ella estaría conmigo cuando cumpliera esa edad? ¿O cuando yo la cumpliera? De todos modos, no tenía ningún sentido. 25 no podía ser un número aleatorio; menos en un reloj. El reloj puede marcar hasta las 24 horas, no hasta las 25. ¿Qué significaba realmente esas 24 horas en un reloj? 24 horas son un día, un día termina y empieza otro, en un eterno ciclo. Quizá me quiso decir que, cuando acabara un ciclo, estaría conmigo: su etapa universitaria, su relación con Ángel, no lo sé. Sin embargo, cuando se acaba un ciclo, inicia otro, no continúa su numeración. Después del 24, viene el 1, no el 25. El 25 no existe en un reloj, como las posibilidades de estar con ella. No, eso no podía ser, no tenía sentido. Ese beso significó su comprensión, su «Lucas, te entiendo, pero no puedo estar contigo así. Lucas, debes ganarte mi cuerpo, debes ganarme a mí». Por eso me puso un acertijo, y nada más. 

Maria Luisa me fascinaba, pero me di por vencido con el problema. No fue una decisión que tomé a la ligera, sino que le di muchas vueltas al asunto hasta saberme incapaz de resolver el acertijo que me propuso. Fui a despedirme, a la distancia, igual como la observé tantos años desde mi pupitre. Era un día caluroso de junio. Los más jóvenes andaban en bermudas y camiseta, los demás, con ropa fresca y sombreros de verano. Yo me senté en una banca e intenté leer un libro mientras esperaba a Maria Luisa para mirarla por última vez. Hacía un año que no la veía y debo admitir que también sentía curiosidad por cómo habría cambiado.

Esperé un rato sentado hasta que la vi. Salió de su casa y le gritó a su hermanito, que jugaba con un balón en la calle, para que entrara a comer. Todo ocurrió muy rápido. Vi sus piernas gruesas, morenas, perfectamente contorneadas, al igual que todo su cuerpo, sus brazos desnudos y su pecho escotado. Luego se dio la vuelta para regresar a casa con su hermano y volví a ver el tatuaje del reloj de arena en su nuca. ¿Cómo lo había podido olvidar y, luego, haberlo pasado por alto? Había leído sobre ellos. Los griegos lo usaban para representar la vida. La vida dura lo que tarda la arena en pasar de un lado a otro. Luego está la muerte. Claro. 24 horas son lo que dura el reloj de arena de la vida. ¡Ay, mi bella Maria Luisa! Siempre con sus metáforas. No existe la hora 25 en el reloj porque el reloj es vida; existe, sí, pero fuera de ella, en la muerte.

 

Maria Luisa dijo que, cuando el reloj marcara las 25 horas, ella estaría conmigo. ¿Qué debía hacer? ¿Esperar que el reloj marcara por sí solo la hora o, en cambio, darle cuerda para adelantarlo a la hora deseada? Yo no tenía tanta paciencia, así que tomé el atajo. Al fin y al cabo, ya lo dije, no estaba enamorado de Maria Luisa y poco me importaba lo que le sucedía, excepto si podía estar o no sobre ella.




domingo, 14 de julio de 2019

EN DEFENSA DEL EGOÍSMO


Hace días, en una actividad de esparcimiento laboral, nos pidieron hacer pequeños carnés para colgar en nuestro pecho en el que escribiéramos nuestro nombre y el valor con el que más nos identificáramos. Estuve tentado a escribir «egoísmo» —cuando le mencioné mi intención a mis compañeros, lo tomaron como una broma—, pero finalmente decidí escribir «pundonor». Sin embargo, pensé en lo curioso que es que el egoísmo sea pensado como algo malo, como un antivalor, cuando al contrario es lo más preciado que poseemos.
El diccionario define a una persona egoísta como aquella «que antepone el interés propio al ajeno, lo que suele acarrear un perjuicio a los demás». ¿Qué significa, en principio, anteponer el interés propio al ajeno? ¿Qué significa causar un perjuicio a los demás? Yo veo como una actitud egoísta luchar por un puesto laboral o por una beca académica, cuando los cupos son limitados. ¿No es, precisamente, anteponer el interés propio al ajeno cuando me esfuerzo por obtener un trabajo aún sabiendo que hay otras personas interesadas en ese puesto? Esto es egoísmo. No sería egoísta si yo no antepusiera mi interés al ajeno, esto es, si ni siquiera me presentara a la entrevista de trabajo. Pero no solemos actuar de este modo. Si nos interesa un trabajo, o una beca académica, o lo que sea, peleamos por obtenerlo, lo que, de una u otra forma, acarrea un prejuicio a los demás. Los otros aspirantes se sienten perjudicados cuando a mí me dan el puesto de trabajo y no a ellos.


Este ejemplo de actitud egoísta es de lo más moderados —casi nadie discutiría que mi acción, aunque egoísta, es mala— y es de los más fáciles de defender. También es egoísta el que desea todo para sí mismo, con un sentimiento casi enfermizo de abarcarlo todo. Este egoísmo es precisamente el que no defiendo. En cambio, hay un egoísmo sano y saludable que es el egoísmo del amor propio. Es el egoísmo del que se ama y quiero lo mejor para sí, sin importar los obstáculos que se le impongan. Este hombre egoísta vela por su propio bienestar, en vez de velar por el bienestar de los demás y, así, ayuda a los demás. Si en verdad quieres perjudicar a alguien, dale toda la ayuda que te pide. Si todos empujáramos hacia adelante, sin tener que retrasarnos a ayudar y empujar a los demás, avanzaríamos más rápido.
Lo que yo me imagino es un mundo en el que todos nos amamos lo suficiente como para no pedir ayuda a los demás. Si yo me amo lo suficiente, lucharé por ser cada vez mejor en todo, lucharé por lograr lo mejor para mí. El DRAE dice del egoísmo que es el “inmoderado y excesivo amor a sí mismo, que hace atender desmedidamente el interés propio, sin cuidarse del de los demás”. Pero, ¿por qué el amor en exceso debe ser considerado malo? Todo lo que se hace por amor está más allá del bien y del mal.  

David Kolkrabe

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jueves, 16 de mayo de 2019

ALEJO SERNA Y DAVID KOLKRABE VISITARON COMUNIDAD TERAPÉUTICA PARA JÓVENES DROGODEPENDIENTES

Los escritores colombianos Alejo Serna y David Kolkrabe visitaron este 16 de mayo una Comunidad Terapéutica que atiende a jóvenes drogodependientes de 14 a 18 años. El acercamiento a los jóvenes con problemas de drogadicción fue bastante alentador. Alejo Serna estuvo hablando de su vida y obra a jóvenes privados de su libertad y se les mostró cómo la literatura podía ser una ruta de escape a sus problemas psicosociales. Al respecto, Alejo Serna dijo lo siguiente:

"Ayudar a estos jóvenes es un trabajo muy bonito. No debe ser fácil. Mire que al final se me acercaron varios muchachos a hablar de sus ganas de escribir y creo que a algunos les llegó el mensaje de dedicarse a lo que les gusta, que no es la droga". 

Por su parte, David Kolkrabe lleva un trabajo de tiempo atrás con este tipo de población en el que ha intentado contagiar el amor por la lectura. Su objetivo es que estos jóvenes, pese a sus problemas con las drogas y a su esquema de calle, vean en los libros una posibilidad de conocerse a sí mismos y de mejorar. 

"Trabajar con ellos es muy gratificante. Es muy bello cuando un joven de 17 años, que ha consumido droga casi toda su vida, que apenas está en sexto de primaria, se te acerca y te dice: "cucho, yo quiero estudiar, yo quiero salir adelante". Y créeme, me ha pasado muchas veces". 

El problema de la drogodependencia no es un problema sencillo, pero del que debemos concientizarnos. La literatura, como el arte en general, debe ser una fuente de ayuda a estos jóvenes. 






sábado, 17 de noviembre de 2018

POR QUÉ QUIERO QUE DUQUE SEA UN BUEN PRESIDENTE


David Kolkrabe

Hoy, en una conversación con mi abuela, me dijo: “estoy muy decepcionada con Duque”. Me sorprendió que lo dijera porque, en su momento, ella fue la defensora más acérrima del títere de Uribe. Al principio, un aire de satisfacción me llegó y estuve a punto de decirle: “te lo dije”, pero luego me puse triste. Les contaré por qué.

Para las elecciones presidenciales voté, en primera vuelta, por Humberto de la Calle y, en segunda, por Petro. A pesar de saber que Humberto no tenía posibilidades de ganar, seguí mis principios y voté por el que me parecía la mejor opción. Sin embargo, los problemas empezaron en la segunda vuelta. Con dos candidatos que representaban los polos opuestos de la política colombiana, sentar posición por uno era sinónimo de conflicto con los partidarios del otro. En mi caso, decidí votar por Petro porque va contra mis ideales votar por un títere (¡a mí que me gobierne una persona, no una marioneta ni un porcino!). De allí hasta el día de las elecciones, pasé por muchas discusiones con familiares y amigos que, casi siempre, terminaron en una pérdida de tiempo. Ni yo cambiaba mi postura, ni ellos la propia. No sabría decir con exactitud cuántas veces intenté persuadir a mis allegados uribistas de que Duque era una terrible opción y que era preferible Petro, así no fuera del todo de mi agrado. Fueron muchas.

A pesar de eso, me entristece que Duque sea tan mal gobernante. Llegué a albergar la ilusión de que haría lo de Santos, es decir, darle la espalda a Uribe y ser un presidente no-tan-malo. Llegué a pensar que, así siguiera siendo uribista, al menos haría muchas cosas buenas que prometió en campaña. Pero no. Ha hecho todo lo contrario y eso me entristece. Por supuesto que cuando los uribistas reniegan de Duque siento cierta satisfacción, pero no puedo ser tan egoísta. Hubiera preferido mil veces tragarme mis palabras y poder llegar a decir que Duque ha sido un gran presidente. En estos momentos, puedo mirar por encima del hombro a los uribistas, puedo decirles con aire petulante “se los dije” y puedo, sin más, burlarme de ellos. Pero cambiaría eso por estar en su lugar, tragándome las palabras y decir: “Duque ha sido un buen presidente; cada día estamos mejor”.






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sábado, 3 de noviembre de 2018

ÁLVARO URIBE: EL NOVIO MAQUIAVÉLICO DE COLOMBIA


Suponga que un día su pareja empieza a sospechar que usted le está engañando con otra persona pero que, sin embargo, no le ha demostrado nada. Es verdad: usted la está engañando, pero no quiere que se entere[1], así que maquina un plan para quedar bien con ella. Lo primero que hace es crear una situación problema, que es justo a la que ella le tiene miedo, y, luego, usted mismo la soluciona. Así que contrata a una mujer joven, hermosa y bien vestida para que empiece a coquetearle a usted, de modo que su pareja se da cuenta. Como es lógico, se enoja y arma la escena de celos que usted, previamente, quería que armara. Sin embargo, usted le muestra las conversaciones que tiene con ella y la forma en la que usted la rechaza, insinuándole que jamás estaría con ella porque ama a su pareja. Ante tal prueba, a su pareja no le queda otra opción que confiar en usted y creer que es el mejor esposo que existe, duélale a quien le duela.
Ahora suponga que un día el pueblo colombiano empieza a sospechar que Álvaro Uribe Vélez le ha hecho mucho daño al país pero que, sin embargo, no se le ha demostrado nada[2]. Realmente le está haciendo mucho daño, pero idea un plan para que ellos no se enteren o, bien, el pueblo desvíe su atención hacia otro foco. Este nuevo foco son los problemas económicos en Venezuela. El pueblo siente miedo de convertirse en Venezuela (entre otros, por los altos costos de los productos de la canasta familiar) y deciden votar por el apadrinado del expresidente Álvaro Uribe[3]. Así que induce a que este miedo sea cada vez más real diciéndole a su pelele que proponga el IVA para todos los productos de la canasta familiar, aumentando así su precio y haciendo que el pueblo piense en Venezuela como su referente más cercano. El miedo y la ira acecha a los ciudadanos, y el expresidente, como líder de toda su bancada, se muestra en contra de su propia propuesta para quedar como el héroe que puede solucionar todos los problemas de Colombia[4]. Finalmente, gracias a Álvaro Uribe, el IVA nunca se aplica para todos los productos de la canasta familiar y a los colombianos no les queda otro remedio que confiar en él y creer que es el mejor presidente que ha tenido Colombia, duélale a quien le duela.

Álvaro Uribe Vélez demostrando el "amor" que siente por Colombia

David Kolkrabe





[1] Si usted es mujer u hombre homosexual, por favor cambie el género de los pronombres y adecúelos a su caso. No queremos más ofendidos por aquí; no vaya a ser que nos pase lo de Apu.
[2] https://cnnespanol.cnn.com/2018/07/26/casos-alvaro-uribe-velez-casos-corte-suprema-acusaciones-testigos-procesos/
[3] https://elpais.com/elpais/2018/06/20/opinion/1529490760_649163.html
[4] https://www.eltiempo.com/politica/congreso/uribismo-rechaza-el-iva-a-la-canasta-familia-289242